Begoña Egurbide habla con José Luis Pardo de la idea de destino
La videoinstalación Fragmentos en el espejo, producida para esta exposición, está
construida a partir de tres voces que llevan implícita la idea de destino.
Me gustaría saber tu opinión sobre el destino, es decir: ¿Cómo podríamos afrontar el
fenómeno del destino y cuál crees que podría ser su relación con el libre albedrío
(entendido como el poder de elegir y tomar las propias decisiones)? ¿Cómo se podría
conjugar, actualmente, por un lado el destino, que apetece pensar que lo tenemos escrito,
y, por otro, la libertad de tomar decisiones y de decidir nuestros actos, que también
apetece pensar que es posible? (De hecho todos admitimos que somos responsables de lo
que hacemos y nos pasa).
Libertad y destino son irreconciliables, antagónicos e irreductibles. La única clase de libertad
compatible con la idea de destino (o de necesidad y determinismo absoluto) es la llamada
«libertad de comprender», característica de la tradición estoica (por tanto, una libertad del
entendimiento, no de la voluntad), pero dudo que a esto pueda llamársele seriamente libertad en
algún sentido razonable. La libertad significa el poder de comenzar algo, algo que no se sigue
necesariamente de una causa anterior y que no se encuentra en una línea de forzosidad sino de
contingencia. En la Antigüedad griega, la Moira, que solemos traducir por «destino», tiene el
sentido de una estructura cosmológica y moral del universo, una contextura de las cosas y de su
conexión y relación (aquello por lo que el fuego es fuego y que a su vez es lo mismo por lo que
el agua es agua y por lo que el aire es aire), de tal modo que sólo si cada cosa está en su
contextura puede lo húmedo ser húmedo y lo seco ser seco y lo caliente, caliente. En este
sentido, el destino tendría que ver con la «naturaleza» (no con los pajaritos y las flores, sino con
el hecho de que las cosas tengan una naturaleza, es decir, una forma de ser propia, espontánea e
irreductible, completamente indiferente a nuestras expectativas y deseos). De esta idea, y a
través de la poesía, se forjó la del destino como un «lote» que se asigna a cada cual y cuyo
camino hacia él tejen las Parcas con oscuros hilos, que se convertirá en el Fatum latino. De
todos modos, la contraposición entre acción (praxis) y destino aparece en el teatro griego en su
dimensión específicamente trágica (la acción siempre procede de antecedentes que no hemos
producido nosotros y tiene consecuencias que no queremos). La asombrosa sentencia de
Heráclito de Éfeso, «ethos anthropoi daimon» puede traducirse de estas dos maneras
contradictorias: «lo que en el hombre llamamos carácter es, en realidad, destino», y «lo que en
el hombre llamamos destino es, en realidad, carácter», y es más que posible que los antiguos no
tuvieran posibilidad de optar entre ambos sentidos, es decir, que la propia tragedia griega sea
una reflexión sobre el hecho de que en toda acción hay un componente de «carácter» y otro de
«destino», sin que podamos estar seguros nunca del porcentaje (lo explicaba maravillosamente
Jean-Pierre Vernant en Mito y tragedia en la Grecia antigua). En la época moderna, las riendas
del destino las toma un Dios todopoderoso, omnisciente, presciente y providente al lado del cual
las fuerzas ciegas de la tragedia griega parecen de risa, que primero se convierte en naturaleza
(Deus siue natura) y luego en historia,
destruyendo por completo cualquier posibilidad para los hombres de ser buenos o felices. Hoy
día, tengo la impresión de que el «destino» se hace presente en la vida de millones de personas
como esa fuerza que les obliga a cambiar de país, de empleo, de familia, de sexo, de amigos y
hasta de hijos, que les tiene en vilo cada mañana según vengan dadas las cotizaciones bursátiles,
y que les va desvelando poco a poco si se quedarán sin casa o podrán seguir viviendo en la suya,
y así todo lo demás. La libertad, como dije, en cuanto poder de comenzar algo nuevo que no se
deduzca de lo anterior, sale, como siempre, bastante mal parada. Quiero decir que la maldición
del destino reside hoy en todas las formas —y hay muchas— en las cuales se intenta justificar
lo que pasa negándole la condición de contingente (y por tanto negando a sus protagonistas la
de agentes responsables) y presentándolo como dotado de necesidad histórica, económica o de
otro orden. Si hay una noción que entre nosotros haya heredado todo el veneno que tenía el «destino» es la de identidad, que es igualmente antagónica e incongruente con la de «libertad».
Hay dos textos clásicos sobre este asunto del destino y el carácter: Destino y carácter, de Walter
Benjamin, y Carácter y destino, de Rafael Sánchez Ferlosio. He reflexionado sobre ambos en
los capítulos 5-7 de Esto no es música (Barcelona, 2007).
En esta obra parece que se esconda un yo, desconocido para la propia voz, y que aborda
la relación imagen-palabra: ¿Podríamos decir que la imagen, cualquiera de ellas, inclusive
la más realista, aspira a reflejar el desconcierto y, a la vez, el asombro, la sorpresa de algo
que no se entiende y que retiene el desconocimiento del Yo? ¿Podríamos decir que la
palabra es un cultivo primordial del pensamiento en tantola imagen es un cultivo de los
sentidos, del mundo sensorial, luego, de la vida vivida, pero que ambos mundos se
contaminan mutuamente y van de la mano; o, por el contrario, uno antecede al otro?
He escrito sobre esto en Sobre los espacios. Pintar, escribir, pensar,1 y en Las formas de la
exterioridad.2 Yo diría que la imagen es anterior a la palabra, pero de una manera que yo
describiría como anterioridad posterior, es decir, que sólo después de que hay palabra, y
precisamente porque la hay, podemos captar la imagen como algo anterior, un antes del que
sólo nos enteramos después. De todos modos, hay muchas clases de imágenes (abstractas,
figurativas, con argumento o sin él, etc., etc.).
Yo no diría que el pensamiento cultiva la palabra mientras los sentidos cultivan la imagen: en
una imagen puede haber tanto pensamiento (o tan poco) como en una palabra. Hay imágenes
sonoras e imágenes lingüísticas, hay una imaginación propia de la palabra, igual que hay una
discursividad propia de la imagen. Lo interesante es que ambas no se superponen ni se reducen
mutuamente. Lo interesante es que, como decía Blanchot, hablar no es ver, que se trata de
ingredientes irreductibles y a la vez inseparables, como lo son el concepto y la intuición.
¿Piensas que la idea de Nietzsche de Amor fati, es la idea de un hombre ya mayor, de un
viejo? Quiero decir que el Nietzsche joven o adulto no la expondría en unos términos tan
dóciles y sometidos buscando ese ideal pacífico...
En absoluto. Primero, Nietzsche no llegó nunca a ser viejo como individuo (perdió sus
facultades a los 44 años), y yo diría que nunca dejó de ser joven como escritor. La tremenda
potencia de su escritura, el mantenerse siempre, cada línea, en el tono más alto, es un tipo de
jovialidad que no se encuentra fácilmente en ningún escritor (menos aún en un filósofo). Y
segundo, creo que justamente esa disposición afirmativa hacia el mundo, el «decir sí» incluso al
sufrimiento y a la muerte es propio de un espíritu joven, no de uno viejo. Entre otras cosas
porque esa conformidad con el mundo es algo que se podría decir que se cura con los años,
cuando alcanzamos ese punto en el cual no nos es posible aceptar lo que nos pasa porque es
demasiado terrible para decirle «Sí». La idea misma del eterno retorno, como eterno retorno del
sufrimiento, requiere mucha jovialidad incluso para ser pensada. E incluso en Spinoza o en
Séneca se adivina algo de ese espíritu juvenil.
José Luis Pardo es filósofo y ensayista
Begoña Egurbide es artista
1 José Luis Pardo, Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar. Barcelona: Edicions del Serbal,
1991.
2 José Luis Pardo, Las formas de la exterioridad. Valencia: Editorial Pre-Textos, 1992.