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¿Negaríamos que la "tendencia fundamental de nuestro tiempo", para utilizar la expresión de Severino, apunta a la banalización del significado social del arte -su pérdida del aura, su depotenciación como instrumento de construcción e intensificación de las formas de experiencia, de los mundos de vida? No, sin duda. Pero es cierto que en dirección contraria sopla un viento tal vez menos estruendoso y dominante, pero no menos constan¬te y efectivo en su suavidad. Es ése el que lleva la pintura de Begoña Egurbide hacia destinos y significados otros.

No es el suyo un arte de complacencias formales, un arte "esterilizado", de salón de belleza; sino un arte desgarrado, bruto, que araña por debajo de la piel y ensangrienta la mirada. Hay algo en él de iniciático, un juego ceremonial de poderes en que resuenan ecos de rituales secretos y sacrificios. Y ello, desde luego, sin el mínimo efectismo, sin esa truculencia de las imágenes escalofriantes a que los expresionismos de pasados años nos acostumbra¬ron. Al contrario, su efectividad, su fuerza, se funda en un conocimiento profundo de los "poderes del arte". Un conocimiento que trasluce menos de forma intelectualizada que en una muy inmediata, muy intuitiva.

Poderes que se refieren a una ancestral memo¬ria, casi diría que antropológica, del lugar y la función que el arte habría de ostentar -esos mismos lugar y función que en las nuevas sociedades tiende, al parecer irrevocablemente, a perder. Poderes que le vendrían de su potencial fundacional de los órdenes de comprensión del mundo. Poderes que, con sabia facilidad de sacerdotisa, Begoña Egurbide juega y despliega en sus pinturas. Poderes que hacen encontrarse al símbolo con la lengua primordial, en la que la forma ele¬mental retiene esa función primera en la que la poesía es al mismo tiempo escritura y jeroglífico, visualidad pura y canto primero.

Poderes que atraen la representación del cuerpo hecho vestigios, memoria atávica del fuego y los elementos, registro fósil de visiones y fantasías oscuras, primeras. Es así que ante la materialidad fiera de sus pinturas se experimenta la tensión del aprendizaje primero del mundo, la dificultad que, antes de conocer el lenguaje, supone comprender lo que él es: esa posibilidad de asociar 1111 sonido, una forma, 1111 signo, con algo otro, un objeto, un ser.

Es arte lo que atrae e inviste así al nombrar o el escribir o el dibujar de su poder de decir del mundo, y son estos los poderes con los que el trabajo de Egurbide persigue recargarse: en ellos se constituye también su eficacia como don, como ofrenda. Como fármaco, incluso, si se quisiera. Pues lo que ello nos da, siendo visión de identidad en la diferencia, de diferencia en la identidad -y enfermedad y conciencia de ella entonces-, es también comprensión alumbradora de ese gesto meta- físico por el que la conciencia se abre ya magnífica y soberana en medio del mundo, todavía sin saber si es ése su lugar, pero dispuesta o condenada a estar ya para siempre en él, ella misma convertida en puro y limpio acontecimiento, apasionado momento de la fascinante

 

 

José Luis Brea

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