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Existe actualmente un retorno a la geometría que no por ubicuo es menos susceptible de ser analizado. Como todos los retornos a los que estamos asistiendo últimamente, hay ejemplos de apropiaciones muy superficiales, debidos al mero empuje de la moda, y relecturas de las propuestas geométricas que están llenas de interés.

Pero además, la abstracción geométrica surgida en las primeras vanguardias posee una variedad de acepcio¬nes, propuestas e incluso tonos que nos la hace imposible de ser cortada por un único patrón. Entre el rigor y la precisión propugnada en el Manifiesto de la pintura concreta de Theo van Doesburg (Somos pintores que piensan y que miden dijo el artista-arquitecto holandés) y el misticismo de un Malevich hay grandes diferencias de propósito, e incluso de tratamiento. Como las hay, por otro lado, entre el formalismo de un Max Bill y la búsqueda de un absoluto metafísico de Barnett Newmann.

 

Actualmente, también, vemos aparecer mezclas otrora imposibles, o que hubieran sido calificadas de hetero¬doxas: por ejemplo, si la textura o la abundancia de materia se asociaba al informalísimo, ahora la textura parece dar cuerpo, imbuir de calidez a las formas geométricas. Claro está que podríamos citar el ejemplo de Tapies, precedente de tal recurso, puesto que en su obra, ya desde los años cincuenta, es perceptible un armazón geométrico subyacente a la materia.

 

Tapies e Ivés Klein, por otro iado, son referencias concretas para el trabajo de Begoña Egurbide. Esta pintora se inició en el campo de la pintura con unas obras que evocaban a las de Barnett Newmann por su énfasis en la geometría y el campo de color unificado, lo que daba un espacio de profundas resonancias espirituales o contem¬plativas. Aquellas obras, expuestas en la Sala de Lectura de Reus en 1985, podrían ser calificadas de intercesoras de un estado de ánimo o bien, según su propia autora, de espacios en los que perderse.

 

El silencio parecía vivir en ellas, así como la quietud. Se podría recordar aquí la famosa frase de Kandinsky: Hoy en día un punto en una pintura dice mucho más que una figura humana... El pintor necesita objetos discretos, silenciosos, casi insignificantes... Qué silenciosa es una manzana al lado de Laocoonte. Un círculo es aún más silencioso.

Pues bien, un sentido espiritual, contemplativo, vuelve a aparecer en esta nueva serie que ahora nos muestra Begoña Egurbide. Antes de llegar a este umbral, la artista se ha planteado Qué debe haber y qué no debe haber en un cuadro. Buscando esta suerte de elementos mínimos ha escogido las formas esenciales, cuadrado, circun¬ferencias, rombos... Pero no ha querido reducir la textura; al contrario, ésta se explícita en capas y más capas en las que hay polvo de mármol, pigmentos, cementos varios, etc. Soy una pintora que duda y que insiste, nos dice, aunque también comenta su deseo de lograr una imagen de impacto.

 

Y desde luego lo consigue, con resultados a veces diversos e intranquilizadores. El grosor, las manchas reservadas en negro le confieren ambigüedad a la forma, y una apariencia con connotaciones cósmicas o incluso arqueológicas. Orbitas que se craquelan y geometrías que se funden y se desintegran... Pero también, el juego geometría dura/textura difusa; sugerencia de otras formas interiores, como en matéricos mandalas. Algunas, finalmente, apuran al máximo el límite de lo tolerable según los cánones del buen gusto. Y de forma totalmente voluntaria, claro está.

Tras ello, Begoña Egurbide parece haber dado por concluidas las posibilidades de manejo de estas texturas las cuales, de otra forma, pudieran correr el riesgo de caer en un estereotipo. Le han servido para deshacer la obviedad, para involucrar al espectador en espacios sagrados y monumentales, impactantes y hasta místicos, en todo caso, jamás inofensivos. Si el arte, como alguien ha dicho, puede ser un sustituto de la religión, he aquí unos emblemas de la contemplación moderna, con todas las dudas —las lacras y los abalorios— que ésta conlleva.

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