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Dos años antes de la inauguración oficial del futuro Museo de Arte Contemporáneo de Frankfurt, su director en funciones, Jean-Cristophe Ammán, exponía en una entrevista admirable —por el grado de inteligencia, refinamiento intelectual y astucia enunciativa de que hacía gala en todas y cada una de las respuestas— toda la complejidad argumental que soporta un museo dedicado a la observación y estudio del arte del presente, pero insistiendo, a su vez, en la enorme riqueza que supone para el director de un centro de estas características trabajar, precisamente, a partir de la fractura conceptual y formal que define nuestra producción artística contemporánea, y cuando ésta es en sí misma la demostración plástica de un pensar y de un hacer que no posee más punto de apoyo que el saberse biznieto de la Vanguardia, nieto de la crisis, hijo del desencanto y contemporáneo de la de-construcción. Con otras palabras: somos huérfanos del límite (condenados, en definitiva, a no olvidar las hazañas del pasado y a intentar ad nauseam la imposibilidad de su transgresión), pero herederos de la experiencia de los límites (el aceptar con inteligencia que otros ya lo traspasaron felizmente).

 

En la misma entrevista, Ammán se refiere al arte de nuestros días como el resultado de una exploración a través del «pensamiento concéntrico, aquel que incapaz de enfilar su energía en una sola dirección se expande concéntricamente como una elipsis, y manteniendo el centro (para periódicamente a él regresar) como instancia de control. Lo decisivo es que este centro, que es el propio artista, no es algo estático, sino que también se mueve por sí mismo». Reduciendo la sofisticación conceptual que impregna las palabras de Ammán a una presentación más prosaica, podemos argumentar que el arte contemporáneo (último) se erige como resultado de una onda de circunferencias expansivas con un centro regulador de control que es el mismo hacedor de la obra.

 

De ahí, posiblemente, que nunca como hasta ahora haya sido más patente la real connivencia entre el «espíritu subjetivo» que la Modernidad pone a disposición de la práctica artística, con la sumisa dependencia de éste hacia la mercantilización interesada y cínica de una «estética de la crisis», que en su voracidad depredadora relega y olvida su función universal (su natural oposición a la ideología dominante) para conseguir que sean las propias ideologías las que se disputan la gestión y marketing del poder. Así pues, el arte (una determinada parcela de él), consciente de lo rentable que supone situar su acción comunicativa en el justo centro de la ideología de la crisis, se reviste con sus mejores galas para, con reptil falsedad, pretender un compromiso ideológico y moral con la sociedad en crisis, pero en realidad lo único que desea es una parcela de poder luego de haber estetizado esa misma ideología de la crisis.

 

Pero hay otro tipo de artistas que sitúan su centro operativo bajo otras coordenadas y parámetros, y sin renunciar por ello a la negación de aquellas características que inciden en la observación y estudio de la realidad circundante. No por insistir en la práctica de un arte ensimismado en la asunción de su propio vértigo, se es menos comprometido que aquel otro que cree cambiar el mundo por poner un mensaje en el edificio más alto del Times Square.

Pero, probablemente, la diferencia no habría que buscarla en las cualidades formales que separan una alternativa de otra, ni mucho menos en el difícil espacio de la lucha partisana y la concienciación, pues en un mundo que cree haber dejado definitivamente a sus espaldas la ilusión de alcanzar una verdad absoluta, ninguna moral puede pretender tener una verdad absoluta. La diferencia, insistimos, vendría «marcada» por la ecuación LímitelExperiencia de los Límites de que hablábamos al inicio de este texto.

 

Entre los huérfanos del gesto absolutista (límite) y los^herederos de la memoria (experiencia de los límites) los años ochenta (con la cruel e inocente radicalidad que tuvieron por norma y acción) se han encargado de regalar nombramientos, fiscalizar acciones, otorgar baronías, desdramatizar gestos (o dramatizar otros), derrumbar pedestales y encumbramiento de mil más. Pero lo que aún es más grave, ha reducido la facultad de practicar el arte a dos situaciones sumamente curiosas: los artistas que juegan al ajedrez con Duchamp, y aquellos otros que no pueden jugar con el Maestro porque ni siquiera diferencian el caballo de la reina.

 

Naturalmente, estos últimos han tenido que soportar la ingrata (e injusta) carga de ser los «representantes del inmovilismo» y los «continuadores de una tradición anclada en el pasado». Y «los enfermos de una concepción del arte hundida en el desvencijado nihilismo de su propio callejón sin salida». Y «los melancólicos defensores de un continuo volver al pasado incapaces de curar su dolencia, pues poseen un ojo capacitado solamente para la museología y la cita». No han faltado, en fin, acusaciones vertidas desde el frente duchampiano/objetualista y casi siempre dirigidas hacia aquellos que ¡¡todavía!! ejercitaban el imposible arte de la pintura.

Pero sabemos que esta delación y denuncia no posee más aparato científico que el deseo de sobrevivir en un territorio que a duras penas admite el pluralismo y la diferencia, pues deudor de las leyes del mercado, el arte que se cobija bajo su protección pone en venta su misma autonomía para deslizarse por la senda peligrosa de la versatilidad de lo «nuevo».

 

Y decimos que pone en peligro su autonomía artística pues, tal como Adorno nos previene en su Teoría Estética, «la autonomía del arte es históricamente reciente, y debido a ello más débil que la fuerza acumulada de lo inmutable y por lo tanto se expone a la regresión».

Bien es cierto, noblesse oblige, que la aceptación incondicional de esta premisa nos llevaría a movernos indefinidamente en un cul de sac donde el gesto mismo de un paso adelante quedaría automáticamente abortado por el miedo ante sus consecuencias, pero también es justo señalar la triste velocidad con que hemos visto envejecer obras y acciones que no tenían más que un lustro de vida.

La pintura no es como estúpidamente repite quien la defiende desde una lógica pedestre «la más conceptual de todas las artes». Sí es un concepto (como toda idea que concibe el entendimiento) que admite (pues de ello se nutre) la realidad de las nociones universales en cuanto son conceptos de la mente, pero negándosela fuera de ésta. Y es precisamente en el radio de acción de la dimensión universal (es decir: no existe tal radio, porque no contempla la medida, excesivamente humana) donde la pintura desarrolla su más fértil alumbramiento: su transparencia alegórica.

Cuando hablo de pintura me estoy refiriendo al estudio concreto del vértigo y el vacío, aquello que es al mismo tiempo real e invisible, lo que es indecible y lo que está más allá de su significación última.

En oposición, no contemplo la pintura citacionista frecuentada por la Transvanguardia italiana, pues al ser ésta reflejo admirativo de un pasado localizable (el período de entreguerras en Italia posee en la pintura un grupo de excelentes pesos medios que no existen en el mismo periodo en España ni en Catalunya, como máximo algún discreto admirador:

Cario Carrá, Filippo de Pisis, Alberto Savinio, Mario Sironi, Scipione o Felice Casorati. En su defecto: me interesa, y mucho, la figuración realizada por Philip Guston) se circunscribe a lo humano de toda querencia, pero se aleja del metafísico lenguaje de las cosas que no poseen la cómoda articulación de lo nombrable.

Pero volvamos a la pintura en su transparencia alegórica. Si la alegoría es, entre otros posibles significados, la representación simbólica de ideas \ abstractas ¿hemos incurrido en una notable contradicción al entrelazar «representación» con «ideas abstractas»? Posiblemente, si nos situamos, únicamente, en el mirador que otorga a la forma el visado imprescindible para la comprensión final de las cosas. Por contra, no existe tal alteración del significado si en el lugar de la forma situamos el fondo como elemento que restablece la armonía entre contrarios. La pintura se torna alegórica porque en ella se materializa un locus, un emplazamiento donde desaparece la distancia entre ser y sentido. El lugar, pues, donde el ser ('fondo y lejanía) se entrelaza con el sentido (figura y contingencia externa: gesto, signo, trazo, mancha).

Si el ser es fondo y lejanía, no resultaría equivocado volver de nuevo a la

«cuestión aurática» tan, por otra parte, comentada y citada en la década pasada. Y es apropiado su recuerdo no tanto para insistir en lo que todos sabemos, sino para re visitar la fuente original y en lo que en ella encontramos. La famosa teorización de Walter Benjamin sobre la disfunción aurática del arte contemporáneo ha sido hasta la saciedad y el aburrimiento motivo de discusión y análisis, pero muy pocas veces han sido reproducidas las palabras exactas con que Benjamin define qué es propiamente el aura, quizá porque éstas aparecen en un estudio menos famoso que La obra de Arte en la época de la reproductibilidad técnica. Pues bien, y paradójicamente, dicha definición se encuentra en su ensayo sobre la fotografía —Pequeña historia de la Fotografía—, y más concretamente refiriéndose a la obra del artista alemán August Sander. Pero leamos las palabras del filósofo berlinés:

«¿Pero qué es el aura? Una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar».

Con toda sinceridad no creo que el fin de la condición aurática suponga una rémora de ardua solución para el Arte, lo que si me parece más grave es que la anulación de este resplandor haya sido utilizado como coartada para la aceptación popular de un determinado arte que ha encontrado un argumento total (el gesto absolutista del que antes hablábamos) para la expansión de una práctica artística sin aura, es cierto, pero igualmente sin moral. Ello nos lleva a pensar que la sospechosa aceptación consensuada del fracaso de las expectativas morales y civilizatorias del hombre ha encontrado en el arte que practican muchos biznietos de Duchamp (habiendo otros, justo es decirlo, que su trabajo me interesa sobremanera) un terreno de fácil abono para entronizar lo amoral y el cinismo como elementos participativos del quehacer artístico. Y es más: con la suficiente inteligencia para acompañar sibilinamente, y como una sombra, a ese otro arte que obedece al destino incierto de su propia autonomía. Para entendernos: la obra de Jeff Koons es la mala conciencia social —su fracaso, su cinismo— con respecto a otra obra, la de Bruce Naumann. Pues allí donde la obra de Naumann se pierde en términos de verdad en base a sus premisas morales, otorga, paradógicamente, a la obra de Koons una apariencia de legitimidad.

Pero volvamos nuevamente a Benjamin. A propósito del aura, éste nos habla de «trama», «espacio», «tiempo», «lejanía»... ¿No son éstas abstracciones las que siempre han acompañado la aventura de la mejor pintura? la pintura del vértigo y el abismo, insistimos. Y si la pintura no es «la más conceptual de las artes» sí, por contra, es «la más aurática», pues en ella se encuentran las defensas necesarias para enfrentarse al binomio fugacidad/novedad que acompaña al arte que surge de una consideración in extremis del límite como núcleo organizativo del quehacer artístico. La oposición al binomio fugacidad/novedad sería el de singularidad/diferencia que acompaña la travesía de quien ve en la experiencia de los límites un lejano fuego de riqueza y memoria.

La pintura es trama, espacio, tiempo y lejanía, y ninguna de éstas sustancias pueden existir en el territorio dominado por el binomio fugacidad/novedad. Veamos porqué:

¿Puede proyectarse la condición aurática allí donde se ha cancelado el tiempo, pues éste ya ha dejado de ser el tiempo absoluto de Newton «que fluye uniformemente sin relación con nada externo»? ¿Puede existir un aura sin trama, toda vez que este tejido, esta narratio, se ha desintegrado en una malla incorporal donde solamente puede tener cabida, como lúcidamente ha apuntado Deleuze, la idea alterada del «efecto» como estéril metáfora de la vida de las cosas? ¿Podemos seguir creyendo en el resplandor aurático cuando el espacio que domina la creación contemporánea no puede existir sin el diálogo que el tiempo le aporta, y éste, lo repetimos, se ha relativizado hasta su casi total extinción? ¿Y, al fin, qué lejanía puede hacerse responsable del destello aurático, toda vez que vivimos bajo los tiránicos reflectores que alumbran hasta la ceguera la «realidad de lo Real»?

El aura, pues, no nos ha abandonado. Existe en el interior (y el exterior) de la mejor pintura. Donde también se encuentran la huella y el llanto silencioso, la agilidad de la mente y la ecuménica geografía del placer.

La lógica elemental del haikú y la ceguera de Borges. La voz del Otro y el desplazamiento de los pronombres personales. El deslizamiento de la memoria y la cruel consciencia del paso del tiempo. La letanía del sujeto ausente y la muda presencia misteriosa. El llanto humano que se niega a sí mismo y el cuerpo voraz que exige ser utilizado y «funcionado». Y es la vida y la muerte unidas en una misteriosa exaltación de estructura deductiva.

De todo ello nos dice la hermosa e inteligente obra de Begoña Egurbide.

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